Mi consultorio está repleto de voces, de palabras, de silencios, de escucha. Salen de los armarios hojas garabateadas con apuntes de sueños y fragmentos de recuerdos.
Hay lágrimas, sí. Muchas. Pero también hay caminos de transformación y de aprendizaje. Lágrimas que nos conmueven, que hablan de la confianza, de la intimidad de un espacio único.
Desde una pantalla, un celular o un sillón desfilan cientos, miles de caras que en estas decenas de años poblaron mis días y mis tiempos.
Somos psicólogos. Y es mucho más que una profesión, es una manera de vivir. La que nos reconcilia con la vulnerabilidad, con la incertidumbre, la que nos permite fallar y equivocarnos, repensar y corregir.
Una vez me preguntaron si yo amaba a mis pacientes o mantenía una distancia operativa con ellos. No tuve que pensarlo: no puedo atender si no hay amor, la alianza no funcionaría. Y eso no se da siempre. A veces no nos elegimos, pero cuando ocurre hay una alquimia empática que nos permite tener la mitad del camino ganado.
Somos psicólogos y tenemos pacientes, alumnos, colegas, seguidores, lectores, oyentes, maestros. Toda una comunidad que gira alrededor de la posibilidad de aprender a vivir mejor, de construir islotes de felicidad.
Venimos de pasar tiempos muy difíciles. Y somos nosotros los que tenemos que agradecer a todos aquellos que nos permitieron entrar en sus vidas para mitigar el dolor: el de ellos y el propio.
Disculpen los ingenieros, arquitectos, contadores y abogados, pero la mía es la profesión más linda del mundo. Soy psicóloga. Y no podría haber sido ninguna otra cosa. Patricia Farur
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